sábado, 15 de noviembre de 2008

112


Llegamos a la estación, ahí estaba, como siempre, lo tomaron del brazo, apoyaron su mano en la baranda que se ubicaba al costado de la escalera y le cedieron el primer asiento, su rostro parecía mas perturbado y cansado que lo habitual, fotografía de alguien que hacía días que no descansa.
Ahí estaba ella también, tres hombres más atrás. Subió apresurada, sabía que el asiento de primera fila la estaba esperando.
Sus olores inundaron el espacio, del zarandeo de sus brazos salía una pequeña musiquita, una especie de tic tac; solo plásticos dándose unos con otros. Se sentó junto a la ventana, sus grandes rodillas chocaban contra el asiento delantero; él tocó su muñeca izquierda, las ocho, arrancamos.
Cuarenta y cinco minutos duraba el trayecto cuarenta y cinco minutos en los cuales se cruzaban sus mundos; era el escape a sus malditas realidades; ella le susurraba al oído, él seguía el tempo con sus pies y el bastón.
Siempre el mismo tema de conversación; la casa en el campo, las mañanas en la galería, recostado en la mecedora, el día y la noche, siempre una misma nebulosa para su gran desgracia; y el tiempo, aquel que se hacía eterno cundo su respiración se aplacaba y corría velozmente cuando subía las interminables escaleras de la estación.
Sus manos se juntaban abrazadas entre piernas, era como el juego prohibido de dos niños, podían tocarse a la vista de todos sin ser vistos; el calor de su cuerpo se incrementaba; él tan inmóvil, ella tan inquieta, sus rizos dorados tomaban un color ocre al mezclarse con el sudor de su cuello.
Por último el beso, era el condimento final, el hasta mañana, él podía sentirla, podía verla a través del roce de sus labios, ella era la más hermosa de todas, el mundo se rendía a sus pies, nada importaba, solo otra mañana de ensueño.


Daniela Espina

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