domingo, 16 de noviembre de 2008

El principe bizarro


Nacer con ciertos privilegios no era gran cosa para mí. Siempre detrás de los mandatos de mi padre. “Algún día todo esto será tuyo”, solía decirme cada vez que salíamos a recorrer los pasillos del gran palacio.
De chico fui muy inquieto, pasaba las horas escabullido entre sirvientes e institutrices que lo único que hacían era perturbar mi tranquilidad y cuartarme de la libertad.
Vivía tendido de los árboles esperando que algún que otro pájaro cayera en las trampas que con tanto cuidado armaba a hurtadillas de mis padres.
La naturaleza se abría ante mí como algo insólito que debía descubrir, explorar y alcanzar. Eran tiempos felices en los cuales podía sentirme libre; pero a la vez, una profunda tristeza inundaba mi alma. Sentía el cantar de los pájaros, el ruido del viento, soñaba con los atardeceres en el bosque, esa brisa fría que tocaba mis mejillas al caer la tarde, hacía estremecer mi cuerpo y cristalizar mis ojos. Entre tanta inmensidad me sentía solo. Necesitaba compartir con alguien la grandeza del mundo, no todo era guerra, poder y riqueza como solía decir mi padre.
Mi madre por su parte, pasaba sus tardes bordando con las criadas y rezándole a dios que pronto encontrara a alguien adecuado para arreglar mi matrimonio. Todo en este maldito palacio se manejaba por convenios. Muy lejos estaban los sentimientos, muy frío era el protocolo real.
Una tarde de casería, conocí a quien seria de gran ayuda para descubrir mi destino y aplacar mi soledad.
Trotando por los prados iba aquel corcel. Me cautivó su belleza y no hice más que correr para montarlo. Su resistencia fue muy firme al principio pero creo que cedió al darse cuenta que los dos necesitábamos a alguien.
Me contó su historia, de donde venía, y qué es lo que buscaba. Buscaba encontrarme.
Sabía de una doncella que dormía bajo los encantos de un hechizo malvado. Sabía que despertaría al primer beso de amor. Sabia también que ese beso de amor no podía dárselo cualquier Hood que ande suelto por ahí.
Tenía que ser alguien sensible a las puestas de sol, con un corazón blando a las desgracias ajenas y bla bla bla, todo eso que el corcel dijo que yo tenía. Y que él necesitaba para luego poder vivir en un rancho feliz comiendo pasto y con alguien al lado para montarlo de vez en cuando y cambiar sus herraduras.
Nos escapamos del palacio una noche fría y oscura, el manto de la niebla cubría nuestros pasos, nos perdimos en la penumbra y pasamos días y días viajando.
Entre la tundra de los bosques, divisamos una pequeña casita cercada por hermosas flores silvestres. Rápidamente fuimos rodeados por seres extraños que no llegaban a mis rodillas quienes nos condujeron ágilmente a donde se hallaba la doncella.
No era tan bella dicha doncella, pelo oscuro, muy pálida, allá a lo lejos quedaba perdida la ilusión de la princesa de cabellos rubios cual rayo de sol.
Me arrodillé ante el féretro y bese sus labios. Despertó, me abrazó.
Hoy somos felices, comemos perdices y el corcel esta gordo como un chancho de comer tanto pasto.

Daniela Espina.







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